lunes, 23 de abril de 2012

El sueño del celta vs. No es un deporte de riesgo.

"El turismo convierte a los demás en pertenencias escenográficas que se pueden fotografiar y coleccionar. Los turistas son la cosa fea del mundo. ¿Acaso son los turistas la peor gente? ¿O es que el hecho de ser turista exterioriza lo peor de cada uno? No puede uno dejar de preguntarse si no es exactamente igual que ellos o si, al menos, no es percibido como tal por los autóctonos." 
No es un deporte de riesgo, Nigel Barley.




La diferencia entre Vargas Llosa y Nigel Barley no es solo el foco sino la mentira. El autor, precisamente, de La verdad de las mentiras, aboga por eso: ficcionalizar a cualquier precio una realidad histórica, vivida y sufrida. Y patina. No sé si patina como propuesta dieciochesca en pleno siglo XXI o como novela al uso sin más. Mientras, Anagrama rescata No es un deporte de riesgo, del inglés Nigel Barley, y acierta. Porque este autor no engaña. Ni en el sentido vargallosiano ni en el literario a secas.
Veamos:

El sueño del celta es un libro de 450 páginas dividido en capítulos como machetazos. Su estructura no engaña. De atrás p'alante en las historias del pasado y en presente atemporal en los pasajes carcelarios. El problema, a mi modo de ver, es que lo intenta hacer taaan bien y taaan clásico que no hay quien se lo crea. A su favor: está, como nadie se atrevería a oponer, bien escrito. Pero bien escrito a lo boom latinoamericano venido a menos. No bien escrito a lo moderno-entretenido-referencia. Algunas descripciones de amor homosexual dan grima. No por lo homosexual sino por la descripción. Abundan los torsos firmes desnudos, los penes erectos y las pieles suaves. Una aproximación cutre al submundo clandestino de amor gay. Pero lo que no se cree ni Dios es que el Roger Casement que narra la historia no sea un Mario VG en el congo (¡coño, si es que hasta le vimos en las fotos de EL PAÍS Semanal!) o en Irlanda o en Iquitos (¡córtate un poquito, VG, que ya has escrito 30 novelas sobre Iquitos!). En todas aparece tomando notas, viendo injusticias, pidiendo explicaciones. Algo que debe de haber visto él tan de cerca que no te crees, ni de coña, que sea el irlandés errante. Por lo demás, se lee al paso. no te cuesta dejarlo un par de semanas y volver a cogerlo -ya he dicho que parece un relato de entregas como el de El Congo del Semanal o el de Millás en Tokio- y se agradece terminar una novela "de verdad", si aun existen tales cosas. Nada mejor para hacerle publicidad y reivindicarla que sacar La civilización del espectáculo para aposentar lo que Babelia y demás "listas de los mejores" siguen marcando como "lo bueno".
 



Barley, al contrario, se escapa de prisiones. Es él anotando. No lo oculta. Sin embargo, su mirada va más allá de la realidad. En esta ocasión, se va hasta Indonesia para visitar a los toraja, una etnia que le da toda una lección de humanidad entre historias hilarantes. Nigel Barley encuentra el tono y consigue eso tan difícil de no querer que se acabe un libro. Ríes y aprendes, ¿puede haber algo más?

domingo, 15 de abril de 2012

Falla general o crematorio particular.

Parece que Valencia y la conciencia ciudadana de sus habitantes retoma el pulso a la vida tras décadas inmersa en la decadencia y corrupción de la política local. Ha sido necesaria una recesión económica mundial, una paliza policial a sus jóvenes estudiantes y un aeropuerto sin aviones, entre otros descalabros, para que los valencianos reaccionemos y nos convirtamos en el estandarte de las protestas nacionales contra los recortes en materia de educación.
La denominada “primavera valenciana” ha debido de pillar en bragas a analistas de todo el mundo por lo insospechable de que fuese precisamente aquí, en estas soleadas orillas del mediterráneo, donde haya caído la gota que ha colmado el vaso. La paciencia y el pasotismo valencianos parecía no tener límites hasta que la policía los ha sabido encontrar.
La primavera Valenciana empieza con las Grandes Vías cortadas. Primero, por los manifestantes. Y, después, por los monumentos falleros. Habrá que esperar para saber si el estruendo de las mascletádes resulta insuficiente para acallar a aquellos que se siguen citando debajo de las faldas de la fallera mayor para unirse, con sus protestas, al ritmo de himnos valencianos.
Esta es una de tantas contradicciones de la “torpe y abundante tierra” de Rafael Chirbes. Una tierra que a todos nos llama porque todos somos “Mediterráneos” y que, de una u otra manera, aunque nos empeñemos en marchar, acabamos por volver para “jugar con la marea”.
Una tierra en la que, hasta hace poco, todos nos quejábamos sin que nadie hiciera nada y donde la oposición política parece, salvo por honrosas excepciones, sumida en el sueño de los justos. A ver si hay suerte y después de fallas las Grandes Vías siguen cortadas y podemos seguir bajando a la calle para unirnos a las protestas lo mismo ahora nos unimos a los pasacalles para coreografiar el tema de “Meneo por aquí, meneo por allá- Tchán. Tchán- y cuanto más meneo, más gusto me da”.
Por lo pronto, y a pesar de lo que algunos publican, la huelga general estuvo bastante bien.

Un lutier en Guillém de Castro

Sus manos curtidas se mueven con precisión y savoir faire mientras empuña los instrumentos necesarios para ultimar los acabados en la curvatura del violín. Conoce cada recodo, cada arista, cada detalle. Muchas veces, mejor que su propio rostro. Y es que está tan acostumbrado a moverse entre violines que son más que instrumentos: son compañeros de viaje, de vida.
Aunque puestos en las manos regordetas de un niño de diez años que está aprendiendo se quede en un conjunto de chirridos más propio de un grupo de gatos famélicos reunidos en torno al contenedor de la pescadería, en las manos de este lutier cobra una magnificencia especial y hace que parezca fácil pensar en convertirse en Mozart o Stravinski.
Y, sin embargo, ¿qué pinta un lutier en Guillem de Castro? Ahora que las niñas ya no quieren ser princesas sino tertulianas de programas de prensa rosa en televisión y los niños ya no quieren ser marinos sino propietarios de un bar o futbolistas, semejante profesión queda desplazada en el tiempo. Por eso, al entrar en la tienda- y a pesar de su decoración actual- uno tiene la impresión de haber sido transportado a la Viena del imperio.
Se está organizando un baile para la nobleza y aristocracia al que asistirá el embajador de Francia. El emperador pretende sorprenderle y agasajarle- Para ello ha hecho venir a grandes músicos desde todos sus confines del planeta. Una joven de la corte, nerviosa, suspira ante su armario indecisa respecto a las sedas que deberá lucir tal noche. En su estudio, el mejor violinista del reino tiembla por no poder reparar a tiempo su violín. Afortunadamente, paseando entre las calles de tan imponente ciudad, encuentra en un pequeño recodo un lutier. La tienda, medio oculta, parece cerrada. Pero, al acercarse, escucha movimientos en su interior y se aventura a entrar. Allí está: es el violín que necesita. Lo sabe porque el instrumento le llama. Lo ha elegido. Esa noche la princesa bailará entre los brazos del embajador francés mientras el violín refulge bajo tenue luz de las ricas lámparas de palacio.
El ruido de un autobús al girar la esquina de Guillem de Castro me arrastra nuevamente al interior de la tienda. El dependiente me observa con cara de sorna. Otra más, parece pensar.

miércoles, 11 de abril de 2012

Roanne, otra huida.

Como de viajes se trata, no hay nada mejor que exponer nuestra fatídica ruta a través de la meseta francesa. Para hacerse una idea del espectáculo que ofrece esta región habría que pensar en los campos de Castilla teñidos de verde. Pero antes de llegar a esta contemplación divina tuvimos que pasar por algunos escollos previos:

El miércoles, que me pedí libre, me pasé la mañana buscando, como un caco sin antifaz, equipamiento de cámping para, unas horas más tarde, decidir pasar la noche en Barcelona. Cuando ya tenía todo preparado, Celia llegó con un montón de mapas de Google y con una ruta Michelín que aseguraba que el gasto de nuestra ruta era de 200 euros. Sopesando otras opciones, como coger un autobús o ir a Portugal (idea de Celia), tiramos por lo planeado y enfilamos al norte por la nacional. En Sagunto, con más hambre que un mono pelón y una lluvia que auguraba la tónica de los siguientes días, nos perdimos. Cuatro horitas y llegada a Barcelona, donde nos esperaba un Toni ahogado en libros y periódicos que hizo un hueco en su apretada agenda de lecturas y onanismos para dar una vuelta y ver- los tres- El Apartamento en este sillón:

Al día siguiente, con el parquímetro amenazando, tiramos hacia la frontera. A las cinco horas paramos en un área de servicio y Celia, en lugar de apostar de nuevo por ir a Portugal (¿?), se plantó y dijo: "Nos quedamos aquí. Acampamos y mañana vemos". Le dije que conducía yo y que ya no nos quedaba nada. Hizo cálculos con el pulgar en una guía de Francia y dijo: "Nos quedan seis horas". Nada que ver: fueron tres. Lo malo es que pasamos por cuarenta peajes. Uno solo por cruzar un puente.

Llegamos a Roanne por la noche. Laura, justo, estaba mirando por la ventana. Como los gatos que acumula en su casa a la mañana siguiente:
En la vuelta que dimos al día siguiente yo iba tomando fotos para el artículo. Con la excusa de plasmar los dulces típicos, sacaba a las tenderas de los establecimientos, que parecían escogidas en un cásting:

Como Laura y Celia se dieron cuenta de mi táctica, pasaron al contra ataque, y cada vez que iba a sacar algo se ponían en medio cual piquetes informativos:

Al final, después de dos días que dieron para mucho menos de lo que nos habría gustado, tuvimos que meternos en el Corsa. Celia iba apuntando los gastos de peajes, gasolina y cafés que me iba tomando, y yo contaba las horas para llegar a tiempo a la frontera y pillar el periódico del domingo. No tuve suerte, y Celia se ahorró apuntar los 2,5 euros en la libreta. A cambio, dormimos en un cámping con las cosas que me había mandado recoger durante mi día libre y vimos Montpellier. Antes, nos despedimos de Laura y de su familia con una foto en el salón de casa y la promesa de que llenaríamos el aceite y el depósito de agua al llegar a España. El coche sigue exhausto en el garaje y nosotros contentos por la visita, como se puede comprobar aquí:
Ahora esperamos la visita en Valencia después de la caja de galletas italianas que nos dio la madre de Laura y los abrazos y besos que prodigaba su padre como buen romano.