martes, 19 de febrero de 2013

El rey de los quinquis

Iba hacia Sol y subía a su casa.
Eran las 11 de la mañana pero ya tenía unas cuantas cazuelas en los fogones y medio paquete de tabaco en el cenicero.
"¿Quieres algo?", me preguntaba mientras yo hojeaba ediciones atrasadas de periódicos deportivos. "¿Un café, una copa?", añadía a continuación, como si fuera la ocasión perfecta para ambas opciones.
"Nada, si solo he subido para verte un rato", contestaba a menudo. "Si lo llego a saber compro unos bollos, o algo de carne", decía inmediatamente, como si no me hubiera escuchado.

Al cabo de un rato, siempre inventaba alguna excusa para bajar a la calle conmigo. "Así me paso por el mercado y compro el pan". O "así me acerco al banco y saludo". O "así echo un vistazo en el sastre", concedía como buen dandi castizo.

A los pocos metros, sin embargo, se paraba y me explicaba: "Yo me ponía en una esquina como esta y dirigía a todos los quinquilleros de Barcelona", alardeaba mientras soltaba un silbido con dos dedos que retumbaba en toda la manzana.

Seguíamos por el falso llano de Huertas y mezclábamos al barça con China o con las conexiones necesarias para llegar a la otra parte de la ciudad.
En la puerta del café Central nos despedíamos como si hubiese sido un encuentro casual: sin citas ni planes futuros.

Eso sí: apenas bordeaba Santa Ana y saludaba a Lorca de soslayo me llegaba una llamada inminente. Era mi padre y solía empezar de esta forma:
"¿Qué tal, chíspuli? Bueno, ya sé que has estado con el tío Sito".