jueves, 4 de noviembre de 2010

Dolce far niente.

Cuando me harto de trabajar- que es a menudo- ya sea por exceso de actividad o por inactividad, pienso. No en cosas profundas o en problemas que asolan a la humanidad. Ni siquiera, para qué negarlo, en mi situación de privilegio. Es más, suelo compararme con los que están peor que yo, pero no para ejercer la autocompasión sino para prever lo que me puede tocar.
Arrancar colas de rata con la boca o ser el blanco de bolas a propulsión en la feria son dos ejemplos claros.
Sin embargo, qué bonito, qué idílico y qué dulce aparecen en nuestras cabezas esos momentos intranscendentes, la mayoría de veces repetitivos o hasta espesos de no hacer nada. A mí me saltan imágenes de Ko Samui, en Tailandia, pero también de Tavernes, ese rincón levantino donde hemos arrastrado nuevas incunables existencias cada verano. Tavernes era lo más cercano a detener el tiempo (dos meses enteritos con su día a día semejante) pero también el impulso más fuerte para acelerar el resto del año: el pesado, aburrido, grisáceo e inútil curso escolar.
Y ahora que las rutinas que se apoderan de nuestras vidas, saltarse la norma y aparecer en un apartamento de funcionarios un día cualquiera es uno de los placeres más pedestres y fascinantes que te pueden ocurrir viviendo en el centro del mapa.
(Homenaje, por qué no, a la fortuna de veranear en un sitio fijo y poder juntarte de vez en cuando con gente que, sin ni siquiera darte cuenta, te ha acompañado toda una vida)

1 comentario:

  1. Nada mejor para calmar la mente que disfrutar un día de otoño en la playa de Tavernes. Por cierto, me ha dicho que os mande recuerdos ;) Besos a todos. Eva

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