miércoles, 15 de septiembre de 2010

La vida loca.

Si Barrio hablaba de tres chavales periféricos en la afixia de un agosto en Madrid y los dotaba de hilo musical por medio del hip-hop, envolviéndolos del ambiente marginal de sus rimas y de un desamparo social que les hace pensar en abrir coches o idear fiestas caribeñas con figuras de cartón, en La vida loca rozas un sentimiento parecido al miedo.
La vida loca, de Christian Poveda (muerto a tiros poco después del rodaje) no es una ficción social ni un guión limando los diálogos hasta su perfección, sino un testimonio real que graba frontalmente la vida de los pandilleros centroamericanos. Un testigo inmerso en el día a día de las maras, en su cotidianidad individual dentro del grupo, de esta nueva familia enfrentada a otras sin ningún tipo de diferencia religiosa o social más que el ansia de pertenencia. 
Alrededor de hora y media te conmueve y te aterra a la vez. Está grabada de forma tan natural que en pocos momentos te olvidas de la presencia de un productor o un ayudante técnico. Sólo notas el montaje de diecinueve meses en la vida de otros. En su rutinaria y jodida vida. 

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