jueves, 6 de diciembre de 2012

El tren de Arévalo.

El otro día estaba desayunando tranquilamente cuando apareció mi madre con un café descafeinado y me dijo: "Es que tengo la tensión alta. ¿Crees que me bajará si me fumo un cigarro?", a lo que yo respondí con evasivas, sin dar pie a un diálogo de serie estadounidense del tipo : "Hombre, sería mucho mejor un canuto y, eso sí: hoy nada de farlopa".

Y es que a veces te falta saliva para soltar esa frase memorable que todos llevamos dentro. Una parecida a la que narra Jabois en La vida por delante, una de las columnas de Irse a Madrid, que viene siendo algo así como "Pues con lo que sea ya hablamos". Algo típico entre colegas que resume el vacío y zanja cualquier discusión. A mí me recordó a aquella antológica que soltó Alvin tras un serio rechazo (tan serio que casi llega a la violencia) y que fue, más o menos, así: "¿Qué pensabais, que os ibais a ir a Canarias intactas?"

El caso es que este tipo de expresiones ágiles se confunden a menudo con la liviandad y eso transforma los parámetros de cualquier disciplina. El otro día, por ejemplo, Sergio, el hermano de Celia, nos dijo que este mes iba a un concierto de Extremoduro. Yo me pasé una semana rastreando por Internet y nada. Más tarde creí que podía tratarse de un acto clandestino, a lo Manu Chao en casas okupas. Hasta que, por fin, en el siguiente encuentro, deshizo el interrogante: "No eran para Extremoduro, son para Marea".

Y ahí está el gran problema: nos han dado Marea por Extremoduro y La Fuga por Reincidentes. Tuvo que llegar Melendi y hacerse un alisado japonés y la depilación anogenital completa acompañada de tatuajes de estrellitas para darnos cuenta de que la fusión murió con Compay Segundo. Hasta Pereza tuvo que posar en la revista de los 40 para que muchos concluyéramos que no tenían nada que ver con Burning, a pesar de los pantalones pitillo.

En la literatura pasa un poco lo mismo. Nos venden garrafón por concentrado igual que nos dan erotismo chusco por pornografía. Nos suministran las cócteles con dosificadores en botellas colgadas como jamones serranos en lugar de ponernos una copa bajita y la frasca al lado para que vayamos rellenando, como en las películas del oeste.

Después de La vida imaginaria y El español es un idioma loable, de Piedrahita, cogí por banda ¿Por quién doblan las campanas? y me encontré con un producto sin alteraciones, en estado puro. Con una escritura que me transportaba a un pueblo segoviano como el de mi abuela Lucía y a un tren procedente de Arévalo que pretenden estallar. Ese tren de Arévalo que remite a los "estáis aviados" o "te vas a quedar ahíto" que soltaba mi abuela y a muchas más expresiones que dejan claro aquello que dice un Hemingway malhumorado en Midnight in Paris: "Da igual lo que cuentes, lo importante es que sea veraz".

Por eso me dejé de historias, prendí uno de esos cigarrillos para la tensión que tanto le habrían gustado a mi madre, me hice con una botellita con rosca y un vaso llano y leí cosas como esta:

"Levantó de repente su cuerpo entumecido y en la luz que cegaba sus ojos entrevió a las personas del río agitando sus brazos. Saludaban al tren. Retumbaba en lo alto del puente, encima de todo, con un largo fragor redoblante, con un innumerable, ajetreado tableteo, que cubrió toda voz. Y pasaba de largo, dejándose atrás los adioses no oídos, los brazos levantados a los fugaces, incógnitos perfiles de sus cien ventanillas".

El jarama, Rafael Sánchez Ferlosio.

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