viernes, 21 de agosto de 2009

Los detectives salvajes

Desde el primer día de Nueva York, el espectro de Roberto Bolaño nos persigue: primero, como fenómeno editorial en inglés; luego, como escritor de moda en las librerías más serias de México (digo "serias" para distingir entre local con libros- no necesariamente estanterías- y trapo tendido con ejemplares desteñidos del Coelho, Bucay y compañía).
Por fin, y con una maniobra que ya desvelaré cuando las autoridades estén de vacaciones, nos hicimos con "Los detectives salvajes", justo en el momento de abandonar a su suerte los casos de Marlowe en su "Adiós, muñeca" en la mesa de la cocina de una casa sitiada por animales "de compañía": un perro dos veces mi tamaño y una gata en celo con pretensiones suicidas y/o sadomasoquistas que nos tenían retenidos en un tercio de la casa: el camino al baño lo vigilaba entre ladridos el labrador, y la entrada a la terraza la controlaba un minino encantador que buscaba nuestro talón de Aquiles con maullidos melindrosos para saltar hacia la verja y hacer de las suyas con cosas del mismo nombre, pero con "g".
Conseguimos alcanzar la salida entre mojones que simulaban estampas de campos de refugiados de Darfur y tomar el autobús donde esta novela que- según Vila-Matas- supone un carpetazo a Rayuela, de Cortázar, se antoja como la lectura del verano, y futura recomendación si no se tuerce en las próximas cuatrocientas páginas.

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