martes, 23 de febrero de 2010

Odorama en el gimnasio.


En el gimnasio las máquinas pasan a humanizarse y las personas a robotizarse. En el silencio de la línea musical retumban de fondo el prosódico movimiento de pedales y el golpe acompasado de los pies en la cinta.
Una chica mueve todas sus extremidades frente al espejo contemplándose desde otra omnisciencia: se gusta. Comprueba su gesto al correr, sus brazos brillantes de sudor, su pecho ceñido y el perfilado de sus piernas y cintura. Más allá, un señor en edad de trabajar se mueve desgarbadamente en una bici estática mientras observa la distracción de una ama de casa con chándal anticuado delante del monitor con programas de cotilleo.
Entonces empieza el programa de Arguiñano y todos se congregan en torno a la guasa y sus recetas. De repente comienza a oler a ajo frito y a cebollas a fuego lento. Los paladares se estimulan y uno a uno desalojan puntuales el santuario del ejercicio para prepararse el almuerzo.
Yo, inmediatamente, subo y me preparo la comida en una sartén a medio aclarar. Con la culpabilidad que provoca todo exceso, reflexiono: ¿no será una táctica de los propietarios para perpetuar a los clientes en la rueda de la ingesta de calorías y el adelgazamiento?

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