jueves, 29 de julio de 2010

Agotados de esperar el fin.

El trayecto que nos llevaba desde Santa Cruz hasta Cochabamba pasó de doce horas a tres semanas: entre medias, de improviso, se coló la zona sureste de Bolivia y la provincia fronteriza de Brasil. Pero los días que estuvimos en Santa Cruz, una ciudad llana y repetitiva, no teníamos muchos más pasatiempos que dar alguna vuelta, comer flanes y gelatinas o mirar cómo jugaban en la Plaza de Armas al ajedrez. En algún hueco, salíamos a correr. Si lo hacíamos los dos juntos sólo nos acompañaban las bocinas de los taxis, que se empeñaban en hacerte un servicio incluso viendo que estabas trotando como ejercicio, y el ruido de la ciudad. Si lo hacíamos por separado, teníamos la oportunidad de ir escuchando música. Yo recuerdo con especial fijación esas carreras por una zona algo periférica, análoga a un barrio industrial norteamericano, que acababan en una cancha de fútbol cercana a la pensión, gracias a canciones de Los Ilegales. Antes, en Lucero, Pablo se metía a duchar con la consigna de que me quedara escuchando su canción de amor favorita: La chica del club de golf. Después, en Quito, durante nuestros holgazanes días en el barrio de Guápulo, pasamos noches y más noches en un bar con futbolín gratis donde, cuando se acababa el disco de Bersuit, ponían del tirón veinte canciones de Los Ilegales. A los ecuatorianos les encantaban, como a los colombianos La Polla Records (aunque esto lo averiguamos más tarde).
Ahora, Ilegales se separa y sólo les espera una gira sudamericana: buen momento para regresar o para anclarse en el recuerdo, pero- sobre todo- para recomendarlo sin marco temporal.

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