lunes, 2 de agosto de 2010

La playa.

La película empieza más o menos así: "No quería ser el típico turista de Khao San Road". Luego avanza la trama y unos cuantos irredentos viajeros se establecen en lo que va a ser el reducto jipi más propio de un Señor de las moscas que de Perdidos. Eso fue hace unos años. Hoy leo un reportaje sobre el lugar real, Mayai Beach, en las islas Phi Phi, donde describen la excursión sin escatimar en precios de cerveza fría, música de chiringuitos o duración del trayecto según el trasbordador.
La distancia juega malas pasadas. Nosotros, hace apenas unos meses, declinamos la oferta de conocer esa playa como respuesta a un panorama de turismo exacerbado en un paraíso cada vez menos natural y misterioso. Ahora, quizás con la nostalgia que da la rutina, me da algo de pena no haberla pisado estando tan a mano. Pero se me quita si pienso en los veinteañeros desaforados y sus interminables juergas, el fuel de los barcos en la orilla del puerto o la impersonalidad de los hostales para turistas.
Convertir el mundo en un resort es algo que los occidentales solemos hacer muy bien. Claro, que si ya hemos caido en el grillete de la pulserita, ¿por qué no pedir daiquiri en lugar de fanta?

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