jueves, 15 de marzo de 2012

Marrakech, una huida.

El título de un libro de García Fajardo sirve para introducir esta entrada por dos razones. Una, porque en aquella presentación en el Chaminade a la que me llevó mi hermano, el Jorge G. Palomo de En fuera de juego, empecé a aprender a tomar notas. Unas lecciones que aún calculo cada vez que voy a un acto. Con un "¿qué haces?", mi hermano agarró la carpeta y el folio y empezó a apuntar frases como "El gran secreto es que no hay secreto", de Lao Tsé; o "Hay que brindar un corazón a la escucha", que el propio autor nos regaló en esa mezcla de poesía y prosa que utiliza también (por lo que he podido ver en Google reader) en sus libros y que hoy, unos diez años más tarde, aún recuerdo.

En fin, que esa huida del título, ese lugar misterioso donde el alma humana se fundía con la naturaleza y donde Fajardo, algo sensible, encontraba la paz del mundo occidental en el que repartía (no sé si lo sigue haciendo) bocatas entre sintecho y publicaba la revista Solidarios con muchos colorines étnicos, fue la misma que hicimos nosotros a principios de enero.

Como el imperativo ahora es que aquí sólo aparezcan viajes o libros o pelis o conciertos (tela, cómo se ha puesto la jefa de solemne), pues allá vamos con este trayecto largo en poco tiempo que nos llevó desde Casablanca hasta más lejos de Zagora, en el Sáhara.

Como nos quedamos sin fotos por un timo moruno (y una tacañería mateña) en el Zoco de Casablanca, sólo tenemos cuatro o cinco sacadas desde el móvil. Como la de la derecha, en la estación de Casablanca esperando el tren al aeropuerto.

Una huida que nos llevó desde la multitud de la plaza Dja El Fnaa hasta la infinitud del desierto sin que por cambiar de paisajes modificáramos nuestros hábitos: Celia no se atrevía a ir a la letrina del campamento por si había serpientes, yo me empeñé en hacer hammams o sauna marroquíes día sí día no, continuamos sin perdonar el desayuno largo de huevos, queso y aceite de la montaña acompañado de té o café, según las expectativas de acción (Celia, dormitar bajo el sol abrasador y dar un paseo por las dunas como si fuera el parque de Viveros, yo, echar una pachanga de fútbol y tirarme en tabla por la arena como si estuviera en la Plaza de Las Matas).
 
Y entre estas cositas sin importancia, aprovechamos para pillar pelis de descargas ilegales y apurar libros de la biblioteca (también es mala leche, tener una estantería llena y llevarse a estropear los de la biblioteca, pero en fin...). Vimos Blackthorn junto a dos marroquíes que nos acogieron, Crazy, stupid, love y alguna más que no recuerdo. Nos trituramos como pudimos El cielo protector de Bowles, que puede acompañar al que busque la tranquilidad o enervar al menos pintado por su inacción.
Y, por fin, compartimos De vidas ajenas, de Carrère, en los ratos que a Celia no le daba por leer, tal que así:
Yo intenté que no me afectara. Me hice el sueco todo lo que pude. Me llevé a Alberto Olmos, amontoné Babelias y suplementos hasta que estaban más que subrayados. Evité cualquier provocación y suspiré más de una vez hasta que por fin pude ponerme serio, marcar una buena pauta de lectura y silencio y dedicarme a esto:

No fue fácil, lo reconozco. Pero qué mejor que contarlo aquí, en este espacio de instrucción y deleite, para que veáis lo que se sufre en los viajes. Tanto, que en unas semanas Celia quiere volver. Yo ni me niego ni la entusiasmo demasiado, por si acaso. Que, a la que me despisto, me tiene arrinconado en un vagón, compartiendo libro y cascos de música que no paran de resbalarse de la oreja y limitándome los cafés por si me excito demasiado. Encima.

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