jueves, 8 de julio de 2010

Mi madre no ve el fútbol porque dice que se pone nerviosa. Viniendo de mi madre, no es de extrañar: lo raro es que mi padre coincida con ella. No sólo porque coincidan en pocas cosas, sino porque algo le ponga nervioso, aparte de que se aproxime la hora de comer y nadie haya comprado el pan. Pero eso ocurre pocas veces, pues se dedica él exclusivamente a primera hora de su mañana (las once, aproximadamente) a comprarlo y dar un paseo por el bulevar mateño. Antes, también aprovechaba para comprar el periódico, hasta que empezó a dejarnos un post-it al lado del tostador con el precio del pan más el del periódico y las respectivas monedas (pesetas, por aquel entonces) y fuimos nosotros los que delegamos sus funciones. Hasta tal punto que ahora compra media barra sin sal y lee los diarios en la biblioteca.
Pero bueno, esa es otra historia. Lo principal después de una semifinal victoriosa es la resaca de la tensión, los nervios y la unión que provoca el fútbol. La imperecedera y verdadera pasión por este deporte a lo largo de su historia tiene que esconder algún secreto. Que un país se movilice por algo es un logro casi inalcanzable. Como que no lo haga cuando su selección nacional inhabilita a un bastión de la fortaleza traicionera y alcance el último escalón de la gloria futbolística. Total, nos conformamos con estas pequeñas alegrías para olvidarnos de cosas menos importantes.

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