miércoles, 4 de agosto de 2010

La escafandra.

Al principio no te vas dando cuenta. Comes de las hojas que te ofrecen y trepas a las casas de madera que otros han construido sin inmutarte. Luego notas que tu cuerpo no es el mismo que era. Que cada vez te cuesta más bajar y, además, no se está nada mal ayudando a subir. Poco a poco vas ovillando en tu propio eje. Y la corteza de la vida se te adhiere a la piel. Crees que la escafandra es sólo una máscara, y que cada cual se deshace de ella cuando quiere. Que la crisálida sigue en su interior y eso es, ¡por Dios!, inalterable. Que no pasa nada, que es lo de alrededor lo que muta, que son las paredes las que te tejen en su red. Hasta que ya es demasiado tarde: te has convertido en una mariposa, o en un gusano, y ni te has enterado. 
Efectivamente, Madrid es nuestro capullo de seda. Se ha ido enroscando pausado, entre la normalidad de los transbordos, el poder de la rutina y el agobio del verano. Madrid te atrapa de forma soterrada. Con una cadencia lenta y estable. Desde los pies, para que dejes de maniobrar desde el inicio. 
También vivir dentro de la seda tiene sus ventajas. Que se lo pregunten, si no, a Marco Polo. Y, sobre todo, porque es el único lugar desde el que puedes echar alas y volar (salvo, claro está, si algún niño cruel te las corta o te utiliza como cobaya para carreras ilegales).

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