lunes, 9 de agosto de 2010

Piscinas Municipales IV: Central Park.

Que los urbanitas nos desgañitemos los sesos por refrescarnos de asfalto y humo de coches en los meses de verano es un hecho fácilmente comprobable: basta con seguir nuestra ruta por alguna de las piscinas municipales del barrio en entregas anteriores o asomarse a los titulares de los diarios que dedican páginas con tarifas y horarios o sucesos exclusivos como el robo de carteras y estado del césped. 
Que lo extendamos a una playa de renombre literario como La Malvarrosa o, incluso, a los famosos enclaves levantinos de Cullera o Gandía es una licencia difícil de revocar. 
Que demos datos sobre una piscina desconocida y, encima, contemos alguna anécdota es, a priori, una información impagable a efectos prácticos: la piscina del Central Park.
Como hace más de un año que estuvimos por allí y supongo que la repetición es difícil de apreciar, es consecuente repetir la existencia de un reducto misterioso en pleno corazón de Manhattan. 
La imagen del Central Park es esa de una jungla en medio de la Gran Manzana, con rascacielos de fondo, lagos helados o con patos desconcertados por su devenir invernal y personajes persiguiendo a la chica de sus sueños, corriendo con sus inseparables cascos de música o hasta galopando en caballos bajo la influencia de Acuario.
Más allá de todos esos clichés, en el Central Park hay una vida subterránea. De la misma forma que en ningún sitio se puede leer que en el Retiro es donde los chavales primerizos se hacen con hachís o que en el parque de Viveros puedes escuchar a Bob Dylan, nadie te dice que en Central Park, nada menos, en su esquina noroeste, puedes darte un chapuzón gratuito. Pero, a qué precio, valga la contradicción.
Poner las cosas gratis te hace crear una multitud de normas tan exigentes que lo que te ahorras de dinero lo derrochas en voluntad. Allí no puedes aparecer sin zapatillas, bolsa o candado. Pero es que si cumples los requisitos te cambian las normas y, entonces, no puedes ir con recambio de calzado, o con candado sino con suelto para las taquillas o con la toalla sin su debido estuche: no es extraño ver rupturas de pareja en la entrada debidas a un olvido imprescindible o a una elección desafortunada.
Cuando consigues entrar ( al cuarto o quinto intento) te hacen pasar a unos vestuarios de rejillas donde te despojan de todas tus pertenencias y te introducen en la ducha (de agua, al menos, y no de gas) sin preliminares, comprobando que toda la superficie de tu piel tiene el brillo de la humedad. Después tienes que situarte en las gradas para esperar, y no enfrente del otro vestuario. Y, por fin, lanzarte al hueco que encuentres en medio del estruendo de pitidos que producen los socorristas amonestando a los usuarios.
Cuando te aclimatas y pretendes dar alguna que otra brazada te desalojan a gritos y te mantienen en fila hasta que se soluciona el problema. En nuestro caso fue, nada más y nada menos, una compresa en medio de la piscina. 
Si aún tienes ganas de ir pero te aterra la idea de sobrevolar el océano, te podemos proponer algunos lugares alternativos en nuestra querida Unión Europea: Birkenau o el masificado Auschwitz.

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