Los lunes son días de reflexión por antonomasia (qué diablos querrá decir antonomasia, que diría Millás). Hemos desplazado el lugar del domingo a la siguiente casilla y cuando miramos el calendario somos conscientes de que la realidad nos empuja cada vez más rápido hacia el siguiente recuadro y así, irremediablemente, va pasando la vida con sus inconclusos planes.
El medidor de las vacaciones sigue siendo, por lo menos en Madrid, el tráfico: los coches vuelven a apoderarse de la ciudad y te encuentras cruzando un paso de peatones con una imponente fila de conductores desesperados. Y es que los semáforos son los silenciosos encargados de que un lugar funcione. Si realizamos un circuito similar, llegamos a conocer hasta el tiempo de cambio. ¿Por qué siempre, sin importar la hora, hay un semáforo que está en rojo? ¿De qué depende que unos duren una eternidad y otros se pasen todo el día en verde?
Mi adormilado cerebro no da para cuestiones mucho más transcendentales a esta hora de la mañana...
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