miércoles, 1 de septiembre de 2010

Septiembres.

Vendimiadores, 1945.

Llega la vendimia y con ella el regreso perezoso a las ciudades, las rutinas, los colegios, los puestos de trabajo.
Madrid se despereza tras una larga siesta pegajosa, cuando todavía hace calor y luce el sol.
Justo a tiempo para ducharse, vestirse y salir antes de que nos sorprenda el otoño o nos congele el invierno.
Septiembre es un mes melancólico y un mes de reencuentros, de toma de decisiones.
Un mes dulce y apetecible como una uva blanca recién recogida aún tibia por los rayos del sol.
Paladeamos su carne y nos vienen a la memoria imágenes de otros septiembres...
Regresos apresurados de la caravana con toneladas de ropa por lavar.
El típico enfado de los padres que se resisten a retomar su batalla cotidiana y las ganas infantiles de reencontrarse con los juguetes, la cama, la habitación. Nuestro refugio y nuestro castillo. Un lugar dónde escondernos de un mundo demasiado grande.
Ahora, más cerca de mis padres que de mi infancia, entiendo por primera vez la reticencia de mi madre a volver. A despegarse de ese escondite que ellos han construído entre las cuatro paredes de un vehículo. Y ahora que lo entiendo me embarga una nostalgia y un amor infinito hacia esas hormiguitas que me han educado y me han dado la llave de su secreto.

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