miércoles, 10 de noviembre de 2010

Myanmar.

Ahora que ha habido elecciones en un país del que sólo pueden dar información aquellos a los que el régimen ha dejado pasar, recuerdo con congoja (sí, congoja) los testimonios de algunos viajeros del sudeste asiático (subespecie del viajero tradicional acostumbrada a hostales baratos, sonrisas gratuitas y playas de escándalo aderezadas por chiringuitos para expatriados) que se afanaban de querer cruzar a Birmania desde la frontera del norte de Tailandia, donde te expedían un visado para ¡un día!. Es decir, el tiempo de llegar a la primera ciudad, pisarla, dar un paseo corto y volverte. Parece un reflejo de lo que pretendemos hacer en este fugaz momento: marcar nuestra pisada a modo de cruz sobre cualquier territorio y abandonarlo.
Hay otro perfil habitual que es el que no quiere pasar a ese país para no favorecer a la Junta Militar. En fin. Desde luego, a nosotros tampoco nos apetece darle dinero a un régimen que lleva cuarenta años pasándose por las calandracas los derechos humanos y sometiendo a su población a la mayor de las miserias: la esclavitud. ¿Acaso no lo hace el Vaticano?¿O nuestro generoso país organizando eventos para un líder religioso? ¿o el todopoderoso norteamericano manteniendo cárceles de tortura?¿los igualitarios y fraternarios franceses expulsando gitanos?
En fin, quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. A nadie se le cae la cara de vergüenza por subir a la Torre Eiffel o entrar a la Sagrada Familia. Pueden ser modas, o las mismas editoriales que promulgan una cosa y luego hacen otra (la Lonely Planet, sin ir más lejos, advierte en un recuadro sobre aportar dinero a la Junta y mientras publica una guía del país con un monje sonriente en la portada).
En cuestión de  viajar, quizá lo importante sea eso: quedarte con lo que pasa. Ser partícipe con la mirada y con un posible futuro relato. 

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