jueves, 14 de abril de 2011

La culpa de todo.

Es muy fácil echarle la culpa a los muertos. Decir por qué me has dejado, me cargas con todo esto y movidas así. Pero en realidad lo complicado, lo verdaderamente difícil, es decirle a alguien has sido tú. A mí me pasa con Eduardo Haro Tecglen y esas malditas tardes. Tardes de tumbarme en el sillón y estar obligado a escuchar su artículo de seis a seis y diez. O a leer- cada-uno-un-párrafo- sus columnas de Visto/Oído. Sí, venga, mira esto. Viva la República, malditos gobernantes, mi perro se llama Trotsky. Era mi hermano y sus manías de fanático. Mi hermano que hasta me parece recordar se hizo una foto con la portada de uno de sus libros. Una portada de esas que tienen la cara del autor en todo lo largo y ancho de la plantilla. De esas que encajan perfectamente con el contorno de la cara y que sirven para ponérselas como máscaras. También creo recordar que mi hermano me perseguía así, con el libro entre las manos, con el rostro de ese viejo intelectual sustituyendo al suyo. Hasta me llevó a un Colegio Mayor- donde después cambiaría las conferencias por los litros- a verle en persona.
Creo que se volvió loco: cantaba cosas- himnos, supongo- soñaba escribir en el diario El Sol y estar en el frente. O exiliado en Tánger. Por eso, cuando pisé el puerto marroquí decidí aprender inglés y superar esta bastarda dualidad que me obligaba a realizar tests sólo con nombres de escritores. El día que cambió mi vida, qué gracioso.
En fin. La culpa de todo es de Haro Tecglen, podría sentenciar. O de mi hermano. O de mis padres y sus post-it con el dinero para el pan y el periódico (45 pesetas + 125 pesetas= 170 pesetas). El caso es que ahora estoy aquí, en un polígono industrial metido de 10 a 8 cuando el mundo vive ahí fuera.

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