domingo, 15 de abril de 2012

Un lutier en Guillém de Castro

Sus manos curtidas se mueven con precisión y savoir faire mientras empuña los instrumentos necesarios para ultimar los acabados en la curvatura del violín. Conoce cada recodo, cada arista, cada detalle. Muchas veces, mejor que su propio rostro. Y es que está tan acostumbrado a moverse entre violines que son más que instrumentos: son compañeros de viaje, de vida.
Aunque puestos en las manos regordetas de un niño de diez años que está aprendiendo se quede en un conjunto de chirridos más propio de un grupo de gatos famélicos reunidos en torno al contenedor de la pescadería, en las manos de este lutier cobra una magnificencia especial y hace que parezca fácil pensar en convertirse en Mozart o Stravinski.
Y, sin embargo, ¿qué pinta un lutier en Guillem de Castro? Ahora que las niñas ya no quieren ser princesas sino tertulianas de programas de prensa rosa en televisión y los niños ya no quieren ser marinos sino propietarios de un bar o futbolistas, semejante profesión queda desplazada en el tiempo. Por eso, al entrar en la tienda- y a pesar de su decoración actual- uno tiene la impresión de haber sido transportado a la Viena del imperio.
Se está organizando un baile para la nobleza y aristocracia al que asistirá el embajador de Francia. El emperador pretende sorprenderle y agasajarle- Para ello ha hecho venir a grandes músicos desde todos sus confines del planeta. Una joven de la corte, nerviosa, suspira ante su armario indecisa respecto a las sedas que deberá lucir tal noche. En su estudio, el mejor violinista del reino tiembla por no poder reparar a tiempo su violín. Afortunadamente, paseando entre las calles de tan imponente ciudad, encuentra en un pequeño recodo un lutier. La tienda, medio oculta, parece cerrada. Pero, al acercarse, escucha movimientos en su interior y se aventura a entrar. Allí está: es el violín que necesita. Lo sabe porque el instrumento le llama. Lo ha elegido. Esa noche la princesa bailará entre los brazos del embajador francés mientras el violín refulge bajo tenue luz de las ricas lámparas de palacio.
El ruido de un autobús al girar la esquina de Guillem de Castro me arrastra nuevamente al interior de la tienda. El dependiente me observa con cara de sorna. Otra más, parece pensar.

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