
La frontera con Guatemala esconde muchas sorpresas... Incluidos 52 lagos de aguas cristalinas dónde darse un chapuzón.
En el barco fantasma descrito en mi crónica anterior, aparte de su tripulación laosiana, sólo viajan mochileros. Serán unos setenta. De ellos –casualidad, causalidad, causualidad, sincronía- dice Theroux, que no es turista, sino durísimo viajero, lo que a continuación voy a transcribir.
Recuerde el lector que estaba leyendo uno de sus libros de viajes en ferrocarril. Tiene varios.
Theroux, en las líneas que me dispongo a entresacar, se refiere al Cuzco. Está recorriendo América, casi de cabo a rabo, saltando de tren en tren. Su viaje arranca en Boston y termina en la Patagonia.
Dice al autor de La Costa de los Mosquitos, que no es, en lo concerniente al arte de viajar ni tampoco al de escribir, hombre de condición dudosa, cuanto sigue:
“Eran turistas de tarifa reducida, haraganes, vagabundos, gorrones, que habían acudido a ese pobre lugar porque querían ahorrar dinero. Su conversación era predecible y giraba exclusivamente en torno a los precios, el cambio de la moneda, el hotel más barato, el autobús más barato, cómo alguien había conseguido una comida por quince centavos o un jersey de alpaca por un dólar o dormido con indios aimaras en un atrasado villorrio. Eran estadounidenses, pero también había alemanes, ingleses, holandeses, franceses, británicos y escandinavos. Hablaban el mismo idioma. Siempre dinero (…) Los mochileros constituían motivo de alarma y desaliento. Tenían diversos efectos en Perú. Ante todo, mantenían baja la tasa de delincuencia. No llevaban mucho dinero, pero lo que tenían lo protegían con ferocidad. Los ladrones callejeros y carteristas peruanos que cometían el error de intentar robar a uno de esos viajeros siempre salían malparados de la pelea que de modo inevitable se producía. Más de una vez en Cuzco y sus alrededores oí el grito y vi a un holandés hecho un basilisco o a un estadounidense fuera de sí agarrando a un peruano por el cuello. El error que cometían los peruanos era pensar que esa gente eran viajeros solitarios; en realidad, eran como miembros de una tribu: tenían amigos que acudían al rescate. A mí no era difícil robarme, pero el barbudo patán con poncho encima de la camiseta “California es de quienes aman”, mochila y billete de vuelta a Lima en autobús, se trataba en realidad de un tipo duro. No le asustaba devolver el golpe”.
Y más. Valga la muestra. Theroux, del que ya he dicho que no es de condición sospechosa en lo tocante a todo esto, se despacha a gusto. ¿Tiene razón?
Doy vueltas al asunto mientras las orillas salvajes del Mekong corren hacia atrás a medida que el barco avanza. La horda turística se divide en dos grandes grupos: los borregos numerados y estabulados en autobuses por las agencias de viajes, de un lado, y los mochileros que, sin ser hippies, remedan a los hippies, de otro. Yo lo fui, hippy, y constato ahora, con ironía y melancolía, que aquellos polvos trajeron estos lodos. ¡Quién iba a pensarlo!
Los borregos numerados son, en realidad, menos dañinos que los mochileros, aunque su aspecto sea más hortera y sus costumbres más irritantes. Van siempre en grupo, militarizados bajo las órdenes de una sargento azafata, no se salen nunca de los surcos que les han sido asignados, no arriesgan, no visitan nada que no figure en los folletos de su kit, no se mezclan con las poblaciones locales, se limitan a sacar fotos o vídeos idiotas, a enviar postales cursis de playas con palmeras o de templos de cúpulas doradas y a comprar souvenirs de plástico, y se vuelven enseguida a casa maldiciendo por lo bajinis, aunque nunca de dientes afuera, la hora en que se les ocurrió salir de ella.
Son hormigas procesionarias.
Los mochileros, en cambio, llegan a todos los rincones, confraternizan (a su modo) con los indígenas, les calientan los cascos, y donde depositan sus mochilas no vuelve a crecer la hierba. Tardan, además, muchísimo tiempo en regresar a sus pagos, a las faldas de sus mamás y a las carteras de sus papás.
Son como la marabunta.
Recurramos a un parangón… ¿Quiénes provocan mayores estropicios en la naturaleza? ¿Los veraneantes de toda la vida, que se van con los niños, la suegra, un flotador con forma de patito y una nevera portátil a Benidorm o los senderistas que se meten, so capa de ecoturismo, en lugares adonde los benidormitas jamás habrían llegado?
Dejémoslo. El mundo es así y ya nunca volverá a ser de otra manera.
Lo que acabo de escribir me deja un regusto amargo. Sentimiento de culpa. No sé si estoy pecando de injusticia hacia los mochileros, pero sí, seguramente, de traición. Yo, al fin y al cabo, viajo como ellos. Lo que me molesta es que sean tantos y que todos hagan y digan exactamente lo mismo. Los hippies de los años sesenta éramos cuatro gatos. Apenas se nos veía. No transculturalizábamos. Todo eso cambió en la siguiente década y ahora… ¡Uf!
Por cierto: hay un tercer grupo de turistas. Son los de las ONG. Cristianitos occidentales, sépanlo o no, que quieren salvar al prójimo. Esos sí que transculturalizan. Son la vanguardia del neocolonialismo. Vade retro.
El rey, jefe de Estado, hace lo que el español medio haría si pudiera.
El presidente del Gobierno, hace lo que el español medio piensa que debería hacer.
Un rey se dedica a comer bocatas, contar chistes verdes, salir de juerga con zorrimplas, cazar osos, pilotar helicópteros, dormirse en los conciertos de música clásica, ir al fútbol, mandar callar a cualquiera que le caiga gordo… en fin, lo que cualquier español medio, si pudiera, haría todo el rato.
El Estado, cuando lo representa un borbón, se convierte así en un ego infantil, un niño que satisface sus deseos primarios y sólo se somete al principio del placer.
Un presidente de Gobierno, en cambio, tiene que hacer lo que el español medio cree que debería hacer. No lo que de verdad le gusta al español medio, sino lo que le gustaría que le gustara. Se resigna al severo principio de realidad.
Por eso los presidentes hacen deporte, son fieles a su mujer (que canta en un coro), se pasan las vacaciones leyendo, hablan de poesía, ponen caras serias… en fin, lo que el español medio cree que debería gustarle. El Gobierno se convierte así en un super-ego adulto que hace lo que hay que hacer, renunciando a deseos infantiles y, a ser posible, con la máxima circunspección.
Manuel Vicent habla de hoteles con fastasmas.
De lugares dónde el lujo es algo oculto y su
encanto radica en lo que cada uno va persiguiendo,
ya sea la estela de figuras literarias que fumaron
bocarriba con un cenicero en el pecho o el sudor
de trompetistas emapados en alcohol y perfume.
Tal objetivo es, aquí, un imposible. En primer lugar,
porque el material con el que se forjaban nuestros
sueNos según las películas en blanco y negro no
son- ni más ni menos- que contrachapado adecentado
con sobrecarga de voltios.Los jardines igualados al
milímetro con mecedora en el soportal, los coches
brillantes que dormitan bajo el aro de una canasta
de baloncesto,los restaurantes de carretera con
bolsas de papel y pajitas selladas: toda esta
parafernalia higienizada y acartonada es lo que
te encuentras viajando por este país.
Ningún tipo de aliciente. Ningún exotismo. Ningún tipo de
originalidad o carga histórica. Nada. Lo único que puede
resultar un poco emocionante es ser el protagonista
continuo de una eterna película. Porque todo aquí es
impostura.
Escenarios fijos que sirven de platós temporales para
alimentar el insaciable hambre de patria. Porque los
estadounidenses no sólo han ido imponiendo sus costumbres
por todo el planeta, sino que además se vuelcan
para perpetuarlas en sus calles.
Afortunadamente, esta ficción convertida en realidad
tiene sus excepciones, y dentro de este circo
sobresalen figuras que han revolucionado la música,
la literatura o el cine.
En Memphis todo está organizado en torno a Elvis.
Dudo que no se utilicen triquiNuelas parecidas
en otros lugares con alguna representación
importante para aumentar la cuota de ingresos a costa
de turistas deseosos de apilar carpetas con etiquetas
de fechas veraniegas.
Sin embargo, el legado intenta ser respetado
y valorado según su aportación a eso tan genérico
llamado humanidad. Aquí lo único que cuenta es la
cantidad de dinero que pueda lograr. El número de
camisetas y objetos inservibles que se puedan fabricar y
los consecuentes puestos de trabajo insulsos
que pueda crear.
Un gran parque de atracciones que conlleva: combustible
desperdiciado, producción desmesurada e inútil
y mentes adocenadas.
Por eso, no merece ni un programa de intercambio
para que el hijo o la hija practiquen su inglés,
ni una temporada de trabajo poco remunerado a cambio
de experiencia ni un verano malgastado entre
ciudades sin gracia alguna.
Menos mal que nuestra opciones están abiertas y que
éste no es nuestro último destino.
El viaje incita a librarte de cosas. A hacer camino
sin dejar huella. Sin embargo, nuestra criba a la
hora de aligerar peso no ha sido tan fruct'ifera como
esper'abamos y ah'i estamos: cargando quince kilos a
la espalda de lado a lado, amortiguando golpes de
rodilla y cargando y descarg'andola de las bodegas
de los autobuses como si se tratara de un cadaver.
Entre otras cosas, porque no sabemos
qu'e clima podemos encontrarnos m'as adelante ni
que utensilios de higiene o de cocina nos har'an
falta. Pero lo que m'as hueco ocupa es la carga
inhumana de libros que repartimos entre ropa
maldoblada con tal de no deshacernos de ellos.
Porque si todav'ia est'an intactos son m'as
f'aciles de intercambiar,de sustituir. Pero
cuando ya los has le'ido son parte de ti, y tiendes
al conservadurismo.
Si hubi'eramos tenido suerte y una conocida de
Nueva York nos hubiera hecho el favor de llevarlos
a EspaNa, ahora podr'iamos olisquear entre
estanter'ias sin la frustraci'on de no poder
coger uno m'as. Pero como suele primar el inter'es
propio y los souvenirs alcanzan pesos
inauditos, intentamos rescatar varios t'itulos
de la donaci'on a bibliotecas: el primero,
"Historias de Nueva York", no s'olo por su utilidad
en la ciudad sino por su capacidad de ser le'ido una y otra
vez, a trozos, empezando por el final, yendo a los
lugares concretos o distray'endote con los
primeros cap'itulos (seg'un Boyero, de los
mejores comienzos que ha le'ido en su vida").
"'Ebano" de Kapuscinsky:lectura imprescindible.
Obra maestra del reportaje y de narrativa.
Retrato descarnado de un continente que, seg'un 'el,
no existe como identidad 'unica. Es el "Las venas
abiertas..." de 'Africa.
Y, por 'ultimo, "Sostiene Pereira". No puede ser descrito.
Es un testimonio que parece improvisado. Aparenta
ser ligero pero te arrastra poco a poco hacia una
monoton'ia sosegada que no quieres que acabe.
As'i que no nos queda m'as remedio que apurar
en objetos prescindibles como gel de ducha o
calzoncillos para poder caminar cien metros sin
necesidad de estirarnos la espalda con acrobacias rid'iculas.